El día en que los caballos aprendieron a llorar

Posted: domingo, noviembre 06, 2011 by Walter L. Bedregal Paz in
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darwin bedoya


[...] entonces todavía éramos uno. Entonces, recordarás, me pusiste por nombre caballo. Porque según tú, de mí salían palabras lentas. Porque mis ojos no estaban en mi cuerpo ni en ninguna otra parte que tú pudieras ver. Porque, apenas te veía, corría hacia ti como si nunca más volvería a verte. Entonces todavía éramos uno. Galopábamos por el mundo sin que nada nos importara. Nada.

Estoy seguro que todavía recordarás. Una tarde, sentados en el parque, frente a una columna de combis y automóviles y transeúntes, vimos pasar a un hombre llorando con toda la tristeza del mundo. En sus ojos había un manantial, entonces apretaste mis manos y yo las tuyas, creíamos que nunca nos llegarían los días de soledad y de llanto. Creíamos que nunca nos soltaríamos las manos un solo instante. Hasta llegamos a pensar que la vida se encargaría de ponernos la felicidad a nuestros pies. Pero ya ves, estos son los días de soledad, míralos ahora, son ellos, ya están aquí. La soledad ha desempacado sus cosas. Se ha instalado en el mismo parque de aquella vez. Y ya me ves a mí también: dondequiera que vaya o esté, seré aquello que falta. Aquello que permanece inconcluso más allá de las montañas y los cielos y los mares. Nadie sabrá de esta forma de estarme: volver a quedarme a solas con alguien que ya se ha ido. Ya lo ves o lo puedes imaginar, a esta hora corre por esa llanura más alejada del mundo, un caballo sin término, de sus ojos parece llover. ¿O será que llueve demasiado y nadie se da cuenta?

Entonces todavía éramos uno. Yo hice de tu Van Gogh, te pintaba entre girasoles y fucsias, sentada unas veces, otras saltando la soga sobre una vereda frente a tu casa, otras lloviéndote a mi lado. Mucho tiempo después te pinté más allá de tu ombligo, eras una mujer desnuda acechándome desde el otro lado del barranco. Después, cuando ya se acabaron los pinceles y todo el óleo del mundo, empecé a estar en tu pecho, como una flor carnívora destrozando tu piel, como un dolor desnudo, llegaba ungido en aceite y mirra entonando las canciones que a ti te gustaban. Entonces todavía éramos uno. Ahora ya no vienes rodeada de musas, ménades, ninfas, danzando, cantando; vienes y eres otra vez la calma de la tarde. Entonces sé que aún acontece algo no lejos de ti.

¿Acaso tu ausencia le ha puesto nombre a todas las cosas? ¿Acaso tu ausencia es un cielo nublado a punto de llover? Porque nadie se ha fijado que llevo en mi sangre una colección de serpientes enroscadas. Y que tal vez por eso nadie sabe que tu inocencia es como un cuchillo delante de mi rostro. Nadie sabe cuánta tristeza en tus ojos ahora que es lunes y el campo es más inmenso y solo y en torno a ti abundan palomas blancas. Flores multicolores y un prado inmenso donde se pierde mi sombra. Donde caminan tus pasos de niña olvidada. Nadie sabe cuánta tristeza en tus ojos. Ahora soy apenas un nombre en el viento, un cuerpo de piedra. Poco a poco me ha dejado aquel caballo que hiciste de mí. No temas nada. No, la luz no se acaba, si sabes que en realidad siempre fue tuya.

Te conté, una tarde, sólo a ti: mi mayor héroe nunca fue ni será un escritor. Sabes perfectamente que tengo otro dios, un poco más grande tal vez, pero es mi único Dios. También te conté que mi mejor libro es el último, el que recién una noche de estas empezaré a escribir. Esa misma tarde, mientras peinabas con tus manos mi cabello, te dije que a veces, en la pena, en el amor, en el silencio, en el vacío ¿quién no ha sentido la necesidad de inventar palabras, la urgencia de tener un idioma propio? ¿Quién no ha sentido el peso del mundo entero aplastándonos la vida? Entonces todavía éramos uno, y no necesitábamos otro lenguaje, otro idioma; como ahora que necesito decirte otras cosas más, aquellas que te hacían reír. Aquellas que te hacían volar a mi pecho. Y cuántas ganas de volar hacia ti. ¿Cuántas ficciones torpes de querer ser dios? Ahora que lo pienso, el secreto de los dioses, tal vez siempre ha sido, vivir sin recordar, sin pensar en nadie, pero tú eres mi humanidad, mi latir terrestre por donde quiera que esté.
Una tarde, abrazados en el sofá, pudimos imaginar la escena donde tú y yo estábamos en un lugar sin nadie más en el mundo. Ni siquiera era casándonos ni nada de eso. Te dije para crear un reino y tú asentiste con la cabeza y dijiste que también soñaste lo mismo la noche anterior. Luego logramos fingir que nada doloroso ni alegre acabaría con nosotros. Era como la quinta vez que me hiciste pintar un reino lejano para todos. Y tan único y cercano para nosotros. Entonces todavía éramos uno.

Inventamos a mirarnos al espejo, inventamos doblar una esquina y toparnos con la puerta de ese mismo reino. Y que ahora la noche se me haga del todo negra, imagínate, en verdad no lo creo. Si al doblar una esquina te pudiera encontrar, sabrías por qué llora un caballo, si lograra retroceder en el tiempo, sabría la razón de aquel tanto adiós delante de tu rostro sin mí.

Ahora me pregunto, en medio de este galope que ya ha desgastado bastante mi andar ¿Quién inventa los desiertos para ponerlos entre tú y yo? ¿Quién ha venido con una bandada de ángeles para derramar ceniza en mis ojos? ¿Quién inventa las distancias?

No me olvido: nos conocimos en un tren. Yo leía Rimbaud. Tú ojeabas Rulfo. Tú nunca hablabas ni reías, pero yo, hablaba un poco, todo el tiempo. Después de terminar de leer, me miraste y yo te miré, te pusiste tan roja que hasta la ventana se empañó. Yo te dije que teníamos algo en común, y tú dijiste, enojada: No, eso no es así, Rulfo es narrador y Rimbaud, poeta. Después, mucho tiempo después, supimos que los dos eran poetas. Tú quisiste enseñarme un poco de prosa y compramos Mark Twain, Walter Scott, Charles Dickens, Willkie Collins, Thomas Carlyle, Thomas Wolfe, Vladimir Nabokov, Rodolfo Walsh, Arthur Miller, Tennessee Williams, Sam Shepard, William Burroughs o James Joyce, no recuerdo qué otros más. Después comprendimos que a los dos nos gustaba la poesía. Pasado algún tiempo logramos entrar a las mismas cantinas que Pound, Blake, Lautrèamont, Novalis y Hölderlin. Wordsworth, Coleridge, Nerval, Rilke, Eliot, Keats, Artaud, Pavese, Celan, Jabès, Auden, Ungaretti, Kavafis y Pessoa y Tagore. Dylan Thomas, Browning, Plath, Sexton, Pizarnik, Ajmátova, Södergran, Tsvetáieva y toda otra larga lista de autores que nos gustaba.

Por cierto, qué hago ahora con todos estos libros que tienen todavía el separador en alguna página a medio leer. Qué hago con ese otro cúmulo de textos que dejaste sobre el velador. Entonces todavía éramos uno. Dime tú qué hago con esta furia de los días sin ti. No me olvido: después empezamos a escuchar música: Charly García, Nito Mestre, Gustavo Cerati, y Andrés Calamaro. Lou Reed, Patti Smith… (Los enganches que se oían en pueblos como el nuestro escuchando a Pink Floyd, cuando el futuro no había venido. Cuando nos preguntábamos ¿Qué diablos se puede hacer en favor de la vida, de la poesía y de nosotros mismos en este rabo final del siglo XX? Pero ahí estaba la peluquera deshidratada de David Bowie. La paz, la droga y la palabra de Jefferson Airplaine. La vida que nos prometió Bob Dylan mientras metía mano en los Levi´s de Joan Baez. Toda la voz de Lou Reed, glorioso Frankenstein del siglo XX. Alguien por ahí cantando con la Velvet Underground en el Max´s Kansas City y Warhol bebiendo una Coca Cola caliente. El beato John Lennon. Los Sex Pistols, eternos aspirantes al Premio Nobel de Literatura. Ian Dury, cojeando y sudando por el mundo, cantando siempre una canción de tres sílabas. Todd Rundgren, Kevin Ayers, qué habrá sido de ellos. ¿Qué habrá sido de las lágrimas negras de Alice Cooper? ¿Qué de los pelos perfumados de Patti Smith?) Y qué habrá sido de aquellas canciones que no puedo decir; pero que tú sabes perfectamente a qué grupos y temas me refiero. ¿Qué habrá sido de todos ellos? ¿En qué lugar habrá quedado toda esa vida?
Ahora, de repente, en mitad de la noche, ha regresado galopando un caballo parecido a mí. La memoria siempre es más poderosa. Aunque [...] olvido así quién soy, de dónde vengo. Veo lo que otros no pueden ver. Sigo teniendo en mis manos todo el amor del mundo y casi toda la muerte. Camino de prisa, me voy lejos esta tarde, sin ti. Atrás voy dejando mis huellas erradas que ya no verás. Mis rastros errados de caballo que otra vez acaba de llorar. Tengo miedo de las noches que pobladas de recuerdos me despeinan y me traen las horas contigo, los días contigo. ¿Qué habrá sido de todos aquellos días coleccionando flores en el jardín? Y me pregunto sobre aquellos silencios sin ti, ¿qué se habrán hecho, dónde andarán? ¿Dónde estuvo Dios cuando te fuiste? ¿Dónde estaba el sol que no te vio? ¿Dónde estaba yo? Ahora quizá la tristeza es un corazón que piensa. Sigo galopando, con tal de no morir. Con tal de llegar hasta ti. Con tal de que mis ojos no se mojen más.

Esta tarde ya no somos uno, somos dos que se han separado y tienen sus propias distancias. Cada uno en su propio cielo o infierno (el cielo te corresponde). Tal vez por eso esto que estás leyendo sea una pena muy mía. Que no te corresponde, que no debe lastimarte a ti. Porque es sólo mía, aunque tú seas parte de ella. Y no derrames una sola lágrima, porque estoy seguro, podrías recordar, el día en que los caballos aprendieron llorar.

Juntuma, 23 de setiembre de 2011

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